Podía repasar una y mil veces aquello que fue… y llegaría mil veces más a la misma conclusión. De alguna manera ella había aprendido con la templanza del hierro, que la traición no tenía disculpas.
Era sencillo encontrar la razones de tal empecinada postura; ella jamás sería desleal a quien la amaba. Su padre en ello había sido responsable. Como una marca a fuego sus palabras habían tatuado el pensamiento de la niña devenida en mujer. Así, engañar le parecía un acto despreciable y así lo vivió cada día desde el descubrimiento de lo impensado.
Para él fue un chiste festejado por amigos de la farsa. Para ella… la mismísima muerte. Su vida era de golpe un rompecabezas de un millón de piezas. ¿Cómo se arma la figura de un corazón, cuando la imagen es la de un campo de guerra? No podía y… nunca pudo .Tardó un tiempo en darse cuenta .No había solución.
El tiempo había finalizado. Pensó: Mucho tiempo. Finalizó un ciclo. No hay retorno. Dicen por ahí con sabiduría mundana «lo hecho, hecho está». Y es cierto. Y duele. Y de yapa no sana. Él había mentido y además le había mentido. Tenía que reiniciarse. Comenzar de nuevo. No iba a ser fácil. Pero ella estaba acostumbrada a las batallas, y además sabía que algún día terminaban. Olvidar esta historia y empezar otra linda tejida con hilos de confianza. Cuando volvía a pensar la conclusión se repetía. No podía y además no quería disculparlo. Hacerlo implicaba traicionarse a ella misma y de traiciones… ya tenia de sobra.